En 1993, cuando el United States Holocaust Memorial Museum abrió sus puertas, el escritor y Nobel de la Paz Eliazer Wiesel afirmó que aquel museo era “una institución sobre la responsabilidad, la responsabilidad moral y la responsabilidad política”. Desde luego, Wiesel no se refería a la responsabilidad de los culpables concretos del desastre, sino a la responsabilidad de la ciudadanía frente al desastre que aniquila convivencias. O dicho de otro modo, a las consecuencias que tiene la ausencia de responsabilidad política en los ciudadanos, algo que el filósofo alemán Karl Jaspers estableció en 1946 en un inquietante y demoledor texto titulado El problema de la culpa.
Desde aquella fecha se han erigido numerosas instituciones con ese objetivo, en África y Asia, en América y Europa, con mayor o menor envergadura y con modelos de gestión variados, pero el arranque ha sido siempre el mismo: la responsabilidad, y hasta el momento ésa es la definición de funciones y propósitos más exacta para ese tipo de instalaciones, se llamen museo, memorial, centro, espacio o cualquiera de las expresiones que se elija para interpelar las consecuencias generales de los grandes desastres éticos provocados por nuestras sociedades. El último episodio de estas instituciones universales -de las que por cierto España carece- es la inauguración en Chile, el pasado 11 de enero, del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.
Ubicado en un área cultural emergente de Santiago -el eje de Matucana- y frente a un relevante espacio de ocio y paseo de su centro urbano -el bello y frondoso parque de Quinta Normal-, la presidenta Michelle Bachelet y su equipo asesor en la materia han establecido con el Museo de la Memoria una marca en el territorio urbano que instituye la evocación permanente de la peor tragedia contemporánea de la nación.
Sin embargo, la realización del Museo no ha generado, ni a lo largo de su construcción ni en su inauguración, ningún tipo de debate, tan sólo dos actitudes: recriminación u hostigamiento. Cada una de naturaleza y origen muy distintos.
La actitud recriminatoria ha procedido de las numerosas agrupaciones y organizaciones vinculadas a las peticiones de reparación, a la conservación del patrimonio memorial, al desarrollo de la justicia sobre golpistas y torturadores y al restablecimiento de lo verdaderamente ocurrido con detenidos y desaparecidos. Son colectivos que han constituido y constituyen una parte muy importante del tejido democrático chileno. Su reparo al Museo procedía del sorprendente hermetismo que estableció el Gobierno desde que fue proyectada la institución hasta su inauguración, y esa forma de proceder generó desapego y desdén.
La paradoja es que si bien agrupaciones y colectivos nunca habían planteado en sus reclamos una institución de esa naturaleza, la realización del Museo, una de esas instituciones universales “sobre la responsabilidad política y la responsabilidad moral”, es el resultado del cambio cultural producido por la actividad de esas agrupaciones a lo largo de los años. Fue en un paisaje de incomunicación donde se generaron desapego y fricción; sin embargo, la impresionante presencia de visitantes en el Museo, la satisfacción que denotan, el orgullo legítimo que he visto expresar por la existencia misma del edificio, por su belleza y significado, puede facilitar un cambio en las relaciones. Eso dependerá tanto de la gestión del Museo como de la comprensión de la nueva situación por parte de colectivos y agrupaciones. Es una gran ocasión que el cambio de gobierno producido en Chile puede desperdiciar, pero que tal vez ayude a muchos a sentir el Museo como un logro propio.
La segunda actitud hacia el Museo de la Memoria, la actitud de hostigamiento, tiene otra naturaleza. No se trata de un desencuentro como en el caso anterior, sino de una reacción violenta destinada a preservar la dignidad del pinochetismo social y sus alrededores.
El argumentario de ese hostigamiento es bien simple: tras aceptar con una retórica perezosa la bondad de un Museo de la Memoria, desautoriza en términos absolutos la opción de limitar su exposición permanente a los años de dictadura, ya que de ese modo se omiten las causas que a su entender llevaron (dicen unos), justificaron (dicen otros) el golpe de Estado de 1973. Hay víctimas que no aparecen en el Museo, no están todos, faltan los que sufrieron el régimen del presidente Allende, aquellos que no tuvieron más remedio que preparar el golpe, o aplaudirlo, aunque después, cuentan, quedaron sumidos en la pesadumbre por la imagen de su país ensangrentado.
Hay, claro, variables y complementos: Luis Larraín en el extremo negacionista; Roberto Ampuero, la versión equitativa, o Gonzalo Rojas, obsesionado aún en mantener el arquetipo del Mal subversivo. Ésa es la doctrina que a lo largo de casi cuatro años se ha lanzado contra el Museo: un Museo para mentir, un Museo para sesgar, un Museo para dividir.
Pero lo más contundente, y lo más claro, se halla en el editorial que El Mercurio publicó el 13 de enero con el título Memoria respetable, pero parcial. Se trata de un editorial golpista (he pensado bien ese término antes de utilizarlo) en versión humanizada: golpe de Estado, sí; violación de derechos humanos, no. O sea, dictadura sí (sólo cuando es necesaria), violencia no. Es en esta distinción en la que se basa la búsqueda de respetabilidad del pinochetismo social. Y el problema -y éxito- del Museo es que torpedea la línea de flotación de esa retórica.
Parece, pues, que el fondo del asunto es que sólo “aparecen” en el Museo los torturados, los detenidos-desaparecidos, los ejecutados por la dictadura, todo aquello que recogieron las Comisiones Rettig y Valech. Es unilateral: no aparecen todos. Ése es el problema. Sin embargo, eso no es cierto. En realidad todos aparecen en el Museo.
Quienes argumentan que sólo aparece una parte de la sociedad chilena no se dan cuenta -o quizá no quieren darse cuenta- de que esos ciudadanos destruidos por la dictadura no son una historia, o un relato, y aún menos una parte de la sociedad, sino que en realidad incluyen toda la historia, todo el relato contemporáneo que está en debate, y toda la sociedad, puesto que el daño sufrido incluye a los perpetradores directos, y también a los que aplaudieron pero no actuaron, a los que miraron hacia otro lado, a los compungidos y a los horrorizados, es decir, a toda forma de conducta, a toda moral.
Ésa fue la advertencia de Jaspers cuando nos aleccionó sobre el problema de la culpa en la sociedad alemana del Tercer Reich. De las cuatro culpas que estableció -criminal, política, moral y metafísica-, es la última la que nos muestra en qué modo lo sucedido a uno incluye la responsabilidad de otros; en sus propias palabras, “hay una solidaridad entre hombres como tales que hace a cada uno responsable de todo el agravio y de toda la injusticia del mundo, especialmente de los crímenes que suceden en su presencia o con su conocimiento. Si no hago lo que puedo para impedirlos soy también culpable”.
Que nadie tema pues estar ausente en el Museo de la Memoria: los restos de Lonquén, de Calama, Pisagua, el retrato de los desaparecidos… todo eso incluye la presencia de quienes lo hicieron posible, de Luis Larraín, por ejemplo, o de El Mercurio sin duda. Todos están presentes, están ahí sin exclusión, está su obra, su legado. Aunque sospecho que es la forma espectral de su presencia lo que disgusta, porque avergüenza. Pasar de la condición de salvapatrias a la de culpable resulta éticamente insoportable, ése es el tema. Lo que conocemos como problema alemán, es decir, cómo fue posible que una sociedad culta y capaz de notables éxitos en todos los campos pensara y generase aquella destrucción sistemática, tiene su versión latinoamericana en Chile, y al fin y al cabo el Museo de la Memoria plantea esa pregunta exponiendo lo mismo que expone el Museo Memorial del Holocausto en Estados Unidos, o el de Berlín, o el de París en el Marais.
Nadie está ausente, el problema es que no quieren verse. O que quieren verse distintos a como fueron, a como son.
Fuente: Diario ‘El País’ de España.