Desafíos sísmicos para educadores

No solo la devastación de la infraestructura de cientos de escuelas ha puesto en jaque a nuestro sistema educativo. No solamente el retraso en el inicio de clases nos han puesto a pensar en la estabilidad del año escolar que, por lo general, sirve como el irrevocable rejoj despertador del año; no han sido solamente nuestros horarios y bolsillos los que han debido ajustarse más que todos los años.

Nuestros alumnos (hablo ahora como docente) han sido uno de los grupos más afectados -y olvidados- a la hora de enfrentarnos, como país, a la reconstrucción nacional. Esto, no desde la necesidad de devolverles a nuestros estudiantes sus espacios educativos y dotarlos de efectivos planes de evacuación en caso de sismo, sino desde una mirada más amplia, concerniente a las exigencias psicológicas a las que se han visto enfrentados. Si bien se han dado algunos pasos en vías de reestablecer la regularidad del año escolar, adolescemos de una visión de túnel en lo que a diagnóstico respecta. Se ha comenzado por resolver lo urgente, devolviendo a nuestros niños y adolescentes su derecho a la Educación; sin embargo, hay aspectos importantes que hemos dejado de lado. Dentro de ellos, quiero referirme específicamente al manejo del estrés post traumático en los ambientes escolares.

UNICEF fue una de las primeras instituciones en reaccionar frente a esto, elaborando con los personajes de “31 minutos”, algunos videos que los invitan a hablar sobre sus miedos y a encontrarse con sus amigos para enfrentar los avatares de la tragedia que afectara al país este 27 de febrero. Muchos docentes, a punta de instructivos-express, integraron el tema del terremoto a sus primeras clases, desarrollando una importante labor de contención durante los tensos inicios del año escolar. El Minsal, por su parte, tardó más de 20 días en desarrollar un plan de contingencia para el manejo del estrés post traumático en la población.

A pesar de las iniciativas anteriores, el gran desafío que supone para la comunidad escolar, contribuir al restablecimiento de la salud mental de alumnos y alumnas, no ha sido abordado desde una mirada especializada, común para todos los involucrados en el sistema escolar. Sigue habiendo mucho de intuición en cómo los adultos hemos tratado el tema con niños y adolescentes, no existiendo lineamientos educativos a nivel ministerial. Hemos recurrido a esa psicología cotidiana, a la echamos mano cuando la amiga termina con el pololo, o cuando algún cercano enfrenta la pérdida de un ser querido, pero -como cualquier recomendación amateur- su implementación pasa por una metodología de ensayo-y-error.

La escuela-post-terremoto se vuelve un espacio de constante revisión del hecho traumático, ya sea porque los estudiantes comentan con sus amigos cómo lo vivieron, o porque los profesores y directivos aluden al hecho para establecer protocolos de seguridad. Sea como sea, el hecho traumático ronda permanentemente las dinámicas al interior del aula y la comunidad escolar, no permitiendo a los niños y adolescentes retomar las rutinas regulares que les otorguen algún sentido de normalidad. Peor aún, muchos niños que ingresan a clases sin mayores dificultades psicológicas, se ven “contagiados” por el temor y la inseguridad que proyectan sus pares y adultos a cargo. Lo anterior se suma a que los medios de comunicación han contribuido a retraumatizar a la población, ocupando un alto porcentaje de sus transmisiones y reportajes a la tristeza, desolación y dolor de las zonas más afectadas. Así las cosas, es menester considerar algunas pautas formales que permitan contener, en forma más eficaz, a alumnos y alumnas.

Desde la psicología clínica, el estrés post traumático se define como un trastorno psicológico que sigue a algún hecho traumático, y que tiene como rasgo una serie de síntomas, agrupados en tres grandes categorías: revivir el evento (que se incrementa por el ambiente escolar), evasión y exitación. En otros casos, se genera un cuadro de ansiedad, gatillado por la llamada “culpa del sobreviviente”. En términos de terapia psicológica, ciertamente son los psicólogos quienes tienen la última palabra; no obstante, gran parte de la población escolar no posee acceso oportuno y eficaz a este tipo de servicio. Así, una parte del proceso terapéutico es trasladado a la sala, en la que los docentes estamos llamados a generar “espacios seguros” al interior del aula, de modo de permitir a los estudiantes expresar los sentimientos derivados del hecho, con confianza, recordando sanamente el evento y, con ello, adquiriendo un cierto sentido de control sobre la experiencia. Una adaptación de “Crisis Response Training”, de la Organización Nacional para la Asistencia a Víctimas (NOVA),  indica algunos síntomas a los que se debe prestar atención:

Preescolares (3 a 5 años):

  • Ansiedad frente a la separación: aferrarse a los padres, no querer dormir solos, querer ser tomados en brazos constantemente.
  • Problemas de sueño y pesadillas.
  • Regresión en el control de esfínteres.
  • Regresión en la autonomía para vestirse o comer.
  • Dificultad para adaptarse a leves cambios en la rutina.
  • Breves episodios de tristeza.
  • Recreación del evento traumático en los juegos.

Escolares (6 a 11 años):

  • Dificultades para concentrarse.
  • Cambios conductuales.
  • Dolores físicos (estómago, cabeza) y/o mareos.
  • Disminución en el control de impulsos.
  • Disminución de la confianza en los adultos.
  • Fantasías con “finales felices” para la situación de crisis.
  • Uso del juego, las artes, la música o el baile como medio de expresión de emociones, en sustitución de la expresión verbal.

Adolescentes (12 a 18 años):

  • Resentimiento frente a la injusticia de la situación.
  • Expectativas poco reales sobre ellos mismo y sobre los demás.
  • Frustración y rebeldía.
  • Evitación y negación.
  • Dificultades para confiar y abrirse a otros.
  • Dolores físicos.
  • Desórdenes alimentarios y del sueño.
  • Depresión y/o desesperanza frente al futuro.
  • Disminución en el control de impulsos.
  • Abuso de alcohol y/o drogas.
  • Decisión de adoptar roles adultos, para crear una sensación de control.

Presentar algunos de estos síntomas es normal tras una situación de catástrofe. Mantenerlos en el tiempo es lo que configura el trastorno. Del mismo modo, la presencia manifiesta e intensa de una alta cantidad de ellos podría ser indicio de un cierto estado de shock que podría derivar, hacia la adultez, en dificultades emocionales mayores y problemas en el establecimiento de relaciones saludables con el entorno afectivo.

Para mitigarlos y minimizar su posible efecto a largo plazo, la recomendación pasa por la interacción empática; es decir, por la capacidad de ponerse en el lugar del otro y, en consecuencia, intentar entregarle la atención y el cuidado que requiere para superar el estado en que se encuentra. Del mismo modo, es necesario dialogar sobre el hecho, actuando como una especie de filtro ante la avalancha de información que los estudiantes han recibido de sus entornos y de los medios de prensa: la información es necesaria, pero su manipulación debe evitarse. Es importante que los hechos se traten sin mayor sensacionalismo, indagando en aquellos sentimientos que provocan en cada uno. Lo adecuado sería conversar sobre lo acontecido en diversas ocasiones, enfatizando en que es normal tener determinados sentimientos y emociones al respecto, aunque no nos guste sentir lo que sentimos. Ello debería contribuir a aceptar la rabia y frustración que, especialmente los adolescentes, pueden manifestar. Se trata de ayudarles a explorar lo que sienten, de modo que reconozcan sus emociones y, a partir de ello, puedan encontrar formas saludables para expresarlas. Finalmente, es importante retomar la rutina normal de la escuela, pero manteniendo a la base dos perspectivas: la integración del diálogo emotivo a la rutina regular del aula, y la mirada hacia futuro; o sea, hacer planes y conversar sobre futuras actividades (paseos, evaluaciones, prueba SIMCE/PSU, feriados y planes de educación superior, entre otros) contribuye efectivamente a generar una sensación de control y continuidad. “La vida sigue” es la consigna.