¿Por qué yo me opongo a las Represas?

Cada vez que tengo una posición disidente con el capitalismo tengo que ponerme a explicar mis dichos. Sin embargo, los que están a favor del actual modelo económico y político jamás explican nada. Tiene una suerte de “sentido común neoliberal”, extremadamente invalidador de otras posturas, profundamente conservador, y lo que es peor, en muchos casos, tremendamente ingenuo. Entonces cuando yo digo que estoy contra HidroAysén, no alcanzo ni a explicar los por qué cuando me dicen “¿pero cuál es la otra opción?….¿nucleares?, ¿termoeléctricas?”.

Yo no tengo la solución para la crisis energética, pero si el conocimiento sobre las perturbaciones e impactos que generan las represas. Por tanto yo no soy ni “pragmático” ni “ambientalista”, sino que “materialista”, y es precisamente esa visión la que quiero exponer. Y lo primero que quiero plantear es que la construcción de represas es un proceso cultural, político, judicial, social, económico y ambiental que trasciende el contexto inmediato de un proyecto hidroeléctrico determinado.

Yo me opongo a HidroAysén por que las represas son ante todo un proyecto ecológico-político, que no es social ni políticamente neutro, sino que expresa relaciones de poderes física, sociales, culturales y económicas, y no solamente esté relacionada con la transformación del agua en energía, sino con la transformación de toda la naturaleza en una mercancía. No es un proyecto de la Alianza o de la Concertación, sino una forma en la cual se materializa su visión ideológica de Chile: un lugar donde hay recursos naturales listos para ser explotados por empresas transnacionales y que tiene leyes ad-hoc para que este proceso ocurra.

Me opongo porque como proyecto ecológico-político las represas son profundamente injustas social y ecológicamente, anti-democráticas e incluso racista con los comunidades locales, los cuales son alienados de sus tierras, de sus formas de vida, rituales, manifestaciones culturales y producción económica. La población afectada casi siempre son indígenas (Sami en Noruega; Cree y Inuit en Canadá; Waimiri-Atroari en la Amazonía; Mapuche-Pehuenche en Chile, entre otros casos), además de comunidades de campesinos agrícolas, ganaderos, pescadores, leñadores. En todos los casos son gente pobre, aislada, tradicional, incorporada levemente a las dinámicas del capitalismo, que no pueden resistir un proceso de transformación de semejantes dimensiones, y donde el Estado en vez de protegerlas muchas veces las criminaliza, por ejemplo aplicando la Ley Anti-Terrorista.

Me opongo por el impacto sobre las comunidades locales. En el mundo, la relocalización es considerada la más severa forma de impacto social generada por las represas. La mayoría de los relocalizados se ha empobrecido en relación a la situación anterior de la construcción, debido la impotencia derivada de la pérdida de control sobre los recursos, pérdida de poder político, y más dramáticamente, pérdida sobre el poder de tomar decisiones sobre el cómo y dónde vivir. El centro de la medidas de reconstrucción de las formas de vida es la compensación monetaria de parte de las instituciones u organizaciones asociadas al proyecto, sin embargo, la mayoría de los relocalizados sufren perturbaciones en sus patrones de asentamiento en el proceso forzado de “modernización” en las nuevas villas, precisamente por la ruptura de relaciones basadas en la familia y el cambio en el acceso a recursos (principalmente pesca y caza). El sedentarismo, la llegada de patrones culturales de occidente sin una forma de sustentarlo debido al desempleo, resultan en una fuente de estrés constante para las comunidades.

¿Qué ocurre cuando el proceso de relocalización es, como el caso de Chile, planificado por una empresa transnacional?, ¿dicha empresa debe jugar el mismo rol de responsabilidad que el Estado?, si la respuesta es afirmativa, ¿Por cuánto tiempo debe jugar ese rol, o tiene responsabilidades con los desplazados de forma definitiva?. El caso de Pangue y Ralco entrega una muy crítica visión de la forma en la cual ENDESA enfrentó las relocalizaciones. Lamentablemente en este punto muchos me han dicho “pero si son solamente 23 familias las que serán desplazadas”, lo cual es cierto con respecto a la inundación de tierras, no así con el tendido eléctrico. Por lo demás, aunque el número sea pequeño, no quedan eximidos de los efectos que la relocalización acarrea, además durante el día de la votación del Proyecto HidroAysén el alcalde de Cochrane dijo no saber cuántos y quiénes son los desplazados.

Me opongo además  porque en algunos casos la exposición a un nuevo estilo de vida, asociado a las urbes y a la cultura occidental, puede impactar fuertemente los patrones ecológico-culturales de las comunidades relocalizadas. La relocalización y colonización trae la instalación de nueva infraestructura que raramente está asociada con la cultura de las comunidades reasentadas y con la necesidad de empleo.

Me opongo porque los grandes proyectos hidroeléctricos implican necesariamente la invasión de forasteros en los territorios tradicionales de la población indígena y campesina, principalmente facilitado por las nuevas carreteras, aeropuertos y puertos. En el caso de los Cree en Canadá, el sistema de tenencia de la tierra, la abundancia y distribución de los recursos pesqueros y la fauna silvestre, fueron interrumpidos por la invasión externa, con los consiguientes impactos sociales y ecológicos adversos. En el caso de los Pehuenche en Alto Bío Bío la situación es similar.

Me opongo porque las grandes represas son generalmente justificadas por sus beneficios macroeconómicos a escala regional y nacional, sin embargo, sus impactos físicos y simbólicos se concentran localmente. Son las comunidades locales las que aparecen subvencionando el desarrollo del resto del país. Y en el caso de los Estudios de Impacto Ambiental en Chile no se aplican los marcos teóricos del río como un continuo, es decir, desde las captaciones, hasta el sistema de canales, pantanos, lagunas, humedales, y fiordos. No se consideran a las comunidades que viven aguas arriba ni a las comunidades que viven aguas abajo. Dramáticamente un estudio del MIT muestra que la localidad de Caleta Tortel correría riesgo vital frente a la subida del río Baker debido a los derretimientos del lago glaciar Cachet 2, lo cual sumado al volumen de agua que tendría la Central Baker 2, podría ocasionar una tragedia de proporciones. Hasta el día de hoy nadie ha hablado de relocalizar Caleta Tortel.

Me opongo porque la cuenca del río Pascua es uno de los sitios más naturales y prístinos del mundo. Y por este hecho ya tiene un valor incalculable. Sus ecosistemas no tienen desarrollada una capacidad de resiliencia, por tanto, los efectos ecológicos serán desastrosos.

Me opongo porque el SEREMI de Salud de Aysén ha sido claro. Hay enfermedades asociadas a las Represas que están subestudiadas. Principalmente la contaminación por mercurio generado por la descomposición de la vegetación inundada y que se traspasa a los humanos produciendo cáncer. Hay casos registrados en Canadá y Noruega, y por cierto debe haber muchos casos más en China, en África y América, de los cuales no sabemos nada.

Me opongo porque las represas de HidroAysén representan lo peor del modelo de sociedad que tenemos. No existen los representantes locales, sino, los representantes de intereses multinacionales privados a nivel local. No existe un Estado que regule los procesos que se están desencadenando, todo lo contrario, el Estado guarda un silencio cómplice, no solamente político, sino que negándose a realizar un proyecto de Desarrollo para Aysén hasta no saber que va a pasar con las represas. Es decir, una región depende de un “emprendimiento privado”, no de las necesidades de sus miles de ciudadanos.

Me opongo porque a las comunidades se les quita todo derecho a la autodeterminación. Son las comunidades a las cuales se les quita la tierra y se decide qué hacer con sus recursos. En el caso de la Patagonia, estas comunidades viven aisladas, marginadas del resto de Chile, y hoy están en el centro de la discusión, no porque nos importen como grupos humanos, sino porque queremos arrebatarle su patrimonio por el “bien de Chile”, porque nuestras ciudades demandan más luz, porque las mineras extranjeras quieren aumentar su producción.

Me opongo porque en la Democracia chilena a los “expertos” jamás les preguntan nada. Las Universidades han sido contratadas como Consultoras, no como Centros de Conocimiento, jugando con la necesidad de financiamiento que éstas tienen. Jamás se ha invitado a un debate abierto de académicos, profesionales y políticos, todo lo contrario, las únicas instancias han sido abiertas por las ONGs ambientalistas que siguen sus propios intereses.

Me opongo porque no se escucha a nadie, y se ocupa todo el sistema chileno como un mero trámite. HidroAysén se toma meses e incluso años en hacer sus estudios, y los aparatos técnicos del Estado tienen que responder en un plazo de 20 días. Tampoco existen los mecanismos reales y vinculantes de Participación Ciudadana. Y al final quienes toman la decisión son operadores políticos, no técnicos.

Me opongo porque me preocupa Chile. Veo a las hidroeléctricas extendiéndose hacia el sur, a las termoeléctricas en el norte, a las ciudades creciendo a un ritmo acelerado, a las mineras secando los oasis en el desierto, las forestales dominando todo el paisaje, y a nadie parece importarle. Somos nacionalistas para defender a Chile de los Bolivianos, Peruanos y Mapuche, pero somos los primeros en otorgar derechos de explotación a perpetuidad a compañías extranjeras.

Me opongo porque los beneficios de todas las transformaciones que sufre Chile quedan solamente en las manos de unos pocos, mientras que los habitantes locales asumen los riesgos. En la escuela La Greda, en el Río Mataquitos, en Nacimiento, en Mehuín, en Santiago, en Pascua Lama, y en tantos otros lugares.

Me opongo porque no quiero que la Patagonia quede tatuada con los símbolos del progreso, y luego quede como las salitreras en el norte, como las minas de carbón en el Golfo de Arauco, como las industrias de Penco y Tomé o como Sewel y Chuquicamata, todos procesos de desarrollo que prometieron riquezas y abundancia, y que terminaron como territorios violados y abandonados.

Me niego a que la elite siga construyendo y destruyendo a su antojo, decidiendo el destino de las personas, imponiendo modelos que solo los benefician a ellos, regando con injusticias todo lo que vemos y nos rodea, dividiéndonos para que los apoyemos. Si quieren represas en la Patagonia, o en cualquier parte de Chile, necesitamos primero democracia, segundo que se nos diga explícitamente que es lo que vamos a ganar y perder, que sepamos cuáles son nuestras compensaciones y medidas de mitigación como país, región y localidad, que nos expliquen por cuánto tiempo van a estar, y que nos muestren como lo van a hacer para desmantelar las represas una vez que se vayan. El resto es poner de nuestra parte: decidir hasta cuando queremos seguir siendo abusados.

 

Hugo Romero Toledo

PhD © en Geografia Humana

Universidad de Manchester