FORTALECIMIENTO DE LA EDUCACIÓN PÚBLICA: MÁS ALLÁ DEL ESLOGAN

Por: Catalina Potocnjak

Hace algún tiempo, me invitaron a un almuerzo en el ex congreso con un senador de la República del mismo partido político en que militaba en ese momento. Quienes participamos éramos jóvenes dirigentes estudiantiles de diversos lugares, niveles y establecimientos educacionales. Una vez que llegamos al lugar acordado, nos sentamos y el senador inició la conversación hablando sobre un tópico sumamente repetido ―casi a modo de eslogan― dentro de la izquierda chilena: el fortalecimiento de la Educación Pública. Ante esto, por supuesto, que mis compañeras y compañeros de universidades estatales se mostraron sumamente a favor. Hasta ahí, todo muy fluido en la discusión. No obstante, no pude evitar comenzar a cuestionar desde mi experiencia estudiantil en la U. Católica Raúl Silva Henríquez (UCSH) qué tan viable era fortalecer las universidades estatales si, al final, quienes ingresan a ellas son en muchos casos personas que por motivos socioeconómicos pudieron acceder a una educación secundaria que les entregó las herramientas para superar y responder a las altas exigencias de ingreso que poseen las universidades estatales como la U. de Chile, U. de Tarapacá, U. de Talca, etc. Es sumamente importante cuestionarse desde el libre examen, sobre todo, si se considera una ideología de izquierda como el socialismo de ese almuerzo, por qué las clases más bajas no suelen hacer ingreso a las tradicionales universidades estatales que se plantea fortalecer. ¿Es acaso esa forma poco profunda de ver las cosas una manera de promover y continuar el círculo de desigualdad neoliberal?

Para ingresar a la educación superior con gratuidad se debe pertenecer al 60% de la población con menos ingresos del país. Ante esto se hace necesario observar cómo los porcentajes de ingresos con gratuidad varían de una institución a otra. Hasta el año 2018 aproximadamente un 70% de estudiantes ingresaban a la UCSH solo con gratuidad (sin mencionar a quienes contaban con becas y/o CAE), siendo una de las casas de estudio con mayores ingresos por dicho motivo. Por otro lado, aproximadamente un 50% de los ingresos a la Universidad de Chile son con gratuidad. Es decir, hay una evidente diferencia porcentual entre una de las principales universidades estatales en contraposición a una de las universidades católicas y privadas de nuestro país. Ante dicha situación resulta inevitable plantear la siguiente pregunta: ¿Por qué hay tantas diferencias socioeconómicas entre universidades estatales y privadas? ¿Es realmente la educación pública un espacio en el que los sectores socioeconómicos más vulnerados se pueden desarrollar?

Buscando respuestas ante estos cuestionamientos es necesario ir hacia un momento anterior al ingreso a la universidad: la enseñanza media y la preparación (o su falta) para rendir la Prueba de Selección Universitaria (PSU). Sabido es que existen grandes diferencias entre colegios particulares, particulares subvencionados y municipales según los objetivos de sus proyectos educativos y los recursos que dispongan para su implementación. Mientras que algunos establecimientos apenas logran que sus estudiantes asistan a clases debido a los altos índices de vulnerabilidad que presentan, otros generan espacios dirigidos específicamente a la preparación de la PSU. De la misma manera, se genera otra diferencia entre estudiantes de unos y otros establecimientos educacionales; ya que mientras unos no tienen los recursos para acceder a establecimientos que los preparen, otros además de asistir a ellos poseen los recursos para pagar los altos valores del gran negocio de los preuniversitarios. Es decir, nos encontramos ante un doble reforzamiento de la desigualdad.

Otro elemento sumamente importante se relaciona con el estatus socioeconómico de las y los estudiantes y los privilegios o desventajas asociados a ellos (incluso ya dentro de los establecimientos educacionales superiores). Por ejemplo, mientras un estudiante perteneciente a cierta élite tiene como ocupación principal en su vida el estudio, existen, a su vez, estudiantes que además de estudiar deben trabajar para mantenerse a sí mismos y sus familias. Es decir, no existe una igualdad de las condiciones de vida tampoco dentro de los hogares de las y los estudiantes; por lo tanto, tampoco hay recursos humanos que generen el ambiente adecuado para el estudio y rendimiento exigidos por el sistema. En cuanto a estos últimos estudiantes que, además, se concentran casi todos en los mismos establecimientos universitarios a los que de acuerdo a los factores anteriormente mencionados pudieron ingresar, las universidades privadas que los reciben se ven en la obligación de generar espacios de nivelación en pos de bajar los índices de deserción estudiantil. Una vez más nos encontramos ante grandes diferencias que no se solucionarán con el fortalecimiento de la educación pública o con la creación de más beneficios estudiantiles ni con la mal llamada gratuidad sino que con un cambio estructural.

Finalmente, si bien los cambios necesarios para resolver la situación de desigualdad presentados acá son posibles en su totalidad solo con un cambio de paradigma sistémico, creo que se hace menester el cuestionar cuán profundos son los cambios necesarios en relación a las consignas políticas del discurso. El primer paso para el cambio paradigmático es salir de la automatización y normalización de la poca profundidad con la que nos tomamos las cosas para comenzar a ver más allá de nuestras palabras. Hacerse parte de la sociedad desde la premisa del pensamiento crítico en pos del libre examen es un pequeño primer gesto que, quién sabe, quizás podría juntarse con muchos otros más para finalmente lograr el cambio que tanto necesitamos como sociedad.