Por: Patricio Flores
En algún momento, hace quizás bastante, el saber, su interrogación y su captura parecían ser moneda corriente en los límites circundantes del Ágora. Una filosofía, sin prendas, desnuda ante el raciocinio colectivo, podía ser libremente observada para ser interrogada. La academia nace en la Antigua Grecia. Ahora la disciplina académica pareciera ser el crepúsculo de aquel mismo ideal democrático.
El saber de la disciplina académica se ha acorazado por abstracciones e investiduras autoritarias. Magister, Doctorados y diplomados. Cada sujeto encapsulado, objetivado y constituido por aquellas investiduras abstractas. Sujetos que se “deben” desenvolver dentro de sus celdas asignadas. Revistas para estudiantes, revistas para egresados y revistas para Post-grados. Juristas entre juristas, intelectuales entre intelectuales. Nadie puede transitar en la sección del otro y, lo más importante: lo interrogado y descubierto en cada celda, no puede fugarse de sus límites. En términos simples, el saber y el conocimiento no pueden ser trasmitidos al mundo exterior ni a la comunidad. Más que un saber se trata de un poder-saber. Encerrado, deliberadamente encarcelado.
El poder-saber de la Academia es una de las grandes deficiencias de nuestra cultura educativa. Un conocimiento concentrado y poco accesible, que si bien ha tenido resistencias por medio de intelectuales que pretenden “enseñar a la comunidad”, el situarse como baluarte del conocimiento y como la conciencia crítica de la sociedad, no son una verdadera democratización del saber.
Un ejemplo ilustrativo de esta especie de resistencia fue dado en su momento por el Marxismo. Marx y Lenin, si bien pretendían divulgar una verdad del sistema capitalista no descubierta por la sociedad burguesa, se situaban como la conciencia crítica contra el Capitalismo, a la vanguardia del pensamiento, siendo las masas meras mandatarias de su desarrollo teórico. Ahora, como bien plantea Gilles Deleuze y Michel Foucault en “Los intelectuales y el poder”, la relación entre el intelectual y la comunidad debe ser totalmente distinta. Ahora el intelectual no debe sucumbir en la vanidad. La comunidad no debe necesitar al intelectual para exteriorizar su saber. El intelectual en vez de ser conciencia privilegiada, debe desbaratar las relaciones de poder que impiden que el saber de la comunidad sea invalidado. No se trata solo de divulgar, sino que de buscar que los receptores de la divulgación del saber participen en su creación. Interesante es el fenómeno de la agrupación de la información de las prisiones, formado por ciertos intelectuales franceses en los 70s. No buscaban únicamente plantear las debilidades del sistema carcelario, por medio del desarrollo teórico de los penalistas, sino que esta agrupación estaba edificada por el mismo saber de los presos. Ellos informaban la realidad del sistema desde adentro. De sus vivencias creaban un desarrollo teórico acabado respecto al sistema carcelario. Ya no era el intelectual quien hablaba por ellos, ellos hablaban y forjaban el saber.
El activismo loco, realizado desde los colectivos, con motivo de los derechos de los pacientes de salud mental es otro ejemplo. La nueva antipsiquiatría ya no es desarrollada por psiquiatras progresistas como en los años 60s. Ahora la antipsiquiatría viene del propio desarrollo teórico de los usuarios y no del monopolio institucionalizado de los profesionales de la salud. “Para nosotros el intelectual teórico ha dejado de ser un sujeto, una conciencia representante o representativa”, planteaba Deleuze.
Aquella es una solución contra la invalidación del conocimiento por parte de la academia. Ahora, ¿qué pasa con la concentración? En este sentido debemos remitirnos Jean-Paul Sartre. Sartre fue reconocido con el premio nobel de literatura, pero sorpresivamente éste se negó a recibirlo. Su fundamento fue que “la valoración de una obra no podía provenir de las instituciones, sino que de la comunidad”, a pesar de la trascendencia de aquel reconocimiento, sus convicciones anti-elitistas fueron más fuertes.
Sartre planteó la figura del escritor comprometido. Esta noción del escritor consistía en entender que la conciencia del intelectual estaba eyectada hacia el mundo y como eyección esta conciencia estaba inevitablemente afrontada al mundo exterior. Un escritor no podía estar encerrado en pequeños auditorios o en aisladas oficinas. El intelectual estaba arrojado hacia el mundo y debe inevitablemente tomar posición frente a la realidad. Una posición fructífera era divulgar su saber. Para Sartre el intelectual debía ensuciarse las manos transmitiendo su obra más allá de los circuitos académicos. Los célebres y prestigiosos: Sartre y Simone de Beauvoir, recorrían las calles de París entregando a la “gente común”, al “rebaño no especializado”, su periódico “La Cause du Peuple”; ante la mirada atónita de la elite académica.
Aquellas dinámicas antes expuestas son totalmente opuestas a la ética de la academia. La academia no se atreve a someter al criterio de la comunidad su valor “teórico-practico”. No pretende que en el saber, descubierto en sus acomodadas celdas, entren intrusos huérfanos de investiduras universitarias. Un poder-saber perfumado por el elitismo. En consecuencia, podríamos afirmar que el elitismo “en” la academia es el elitismo “de” la academia.
Los presupuestos indispensables para un nuevo paradigma de las relaciones “teórico-prácticas” y la comunidad es primero abolir la noción del intelectual como la conciencia de la comunidad, conciencia como monopolio y totalidad. Ya no situarse a la vanguardia, sino que al costado y que si un saber puede ser descubierto por estos intelectuales, éste sea expandido a las afueras del mundo exterior. La proliferación de los Fanzine, como una diseminación masiva de los canales de expresión, es una afrenta a los filtros elitistas de las revistas científicas y un gran ejemplo. La democratización del saber no es “enseñar conocimientos” únicamente, ya que aquello seria totalizar y el poder opera con totalizaciones como plantea Deleuze. Hay permitir que la comunidad desarrolle y exprese “conocimientos”.
Por tanto, si en algún momento Nietzsche decretó la Muerte de Dios, Foucault la Muerte del hombre y David Cooper la Muerte de la familia y, aunque ofenda a varios; no creo que sería menos lúcido plantear la Muerte de la academia, al menos como la entidad legitimadora de todo saber
Muerta la academia solo queda el saber.
Hay que escuchar el fragor de su agonía.