Por: César Cuadra
En el último tiempo las noticias han cubierto episodios de violencia de parte de estudiantes escolares hacia otros sujetos, generalmente, las fuerzas policiales. Dependiendo de la temporada, la prensa ha creado verdaderas series de acción sobre el Liceo de Aplicación, Liceo Darío Salas y, últimamente, el Instituto Nacional. Se reporta día a día en los medios una conducta violenta de estudiantes hacia afuera, que incluye diferentes artilugios bélicos en contra de la policía. No obstante, no es para nada una situación común. Sabemos, precisamente por la especificidad de la cobertura, que son casos que ocurren en instituciones puntuales. Sabemos también que existe un esquema de escuela en el cual los estudiantes asisten a actividades curriculares y que no parece cumplirse en estas situaciones. Es importante, entonces, detenernos a reflexionar un poco al respecto.
Si tenemos un contexto excepcional y que parece ser un problema, lo lógico sería intentar solucionarlo. En su lugar, nuestros políticos han respondido con violencia y represión no sólo a través de la acción de carabineros, quienes han violentado los derechos humanos y de los niños en reiteradas ocasiones, sino que también desde las instituciones relacionadas con educación, buscando alimentar un carácter punitivo. A medida de que las tensiones se prolongan, personas como el alcalde Alessandri y la ministra Cubillos anuncian varias baterías de sanciones, cada una más severa que la otra. Incluso, por estos casos marginales, la Ministra de Educación había impulsado una ley redundante para regir a todo el país, la cual dichosamente ha sido rechazada por la cámara de diputados. Frente a esa actitud confrontacional difícilmente se resolverá algo, debemos partir desde ciertas bases.
A las personas no nos gusta la violencia. Buscamos cierta seguridad y la violencia nos expone a sufrir daños. Es decir, que en lugar de evitarla, haya gente ejerciéndola, requiere de una motivación. Es más cómodo no ejercerla, más aún, son jóvenes de corta edad a quienes se les está dando un trato criminal y castigador. Los alcaldes culpan a los apoderados, los apoderados a los profesores y, así, todos se lavan las manos. La verdad es que la culpa es compartida; atribuirla a otros solo busca desviar la atención de la responsabilidad propia. Existe un entramado social adultocéntrico que atenta contra los jóvenes sistemáticamente. La actitud agresiva hacia los organismos represores, de parte de personas que protestan no es exclusivo de los estudiantes; cada segmento minorizado de nuestro país tiene una facción que responde con más agresividad, producto de la frustración. No obstante, es a los adolescentes a quienes en particular se les castiga, quienes precisamente tienen más potencial de desarrollo.
Desde el punto de vista educativo, hay ciertas competencias que nuestro currículum nacional nos encomienda a todos los docentes. Algunas de ellas son el pensamiento crítico y la participación política. Ello se imbrica de excelente manera con la formación ciudadana que debe ser impartida también. Afortunadamente, por su naturaleza laica y pluralista, la educación pública es el nicho idóneo en el cual se puede hacer este trabajo. Las consecuencias son evidentes: estudiantes que dialogan, toman acuerdos democráticamente y ejercen acciones en pos de un objetivo, participando políticamente dentro del Estado en el que están atrapados. No pueden sufragar y su voz es frecuentemente cuestionada, pero a través de la protesta organizada pueden levantar un discurso. Sin embargo, cuando logran articularse, pues hace ya más de una década los secundarios han dado clases de organización política, el abuso policial recae sobre ellos. Peor aún, en el último tiempo las autoridades han avalado la acción policial. Eso frustra a cualquier sector social que intente luchar contra los abusos. Recordemos que aun las escuelas siguen carentes de recursos y con carencias curriculares que se han visto acentuadas por el cambio curricular impuesto este año. Frente a la nula voluntad de diálogo, este grupo responderá a la violencia, por una parte como forma de defensa, pero por otra con el fin de mantener en alza su censurada voz.
Por eso, si es que es la voluntad de nuestra política, se debe destrabar estos conflictos desde otro lado. Los discursos violentos o que reafirman la asimetría en el poder solo causarán una respuesta negativa. Lo que nuestros jóvenes buscan no es dominar la sociedad, sino un espacio de entendimiento y co-construcción. El mismo diputado Bellolio, en televisión, destacó la apertura al diálogo que tienen los estudiantes y a la que tienden. Pero si ante el primer reparo de ellos, la respuesta será un portazo en la cara y agresiones, se generará una frustración por no lograr la comunicación y las actitudes perniciosas aflorarán en un intento de lograr ser tomados en cuenta. El Estado tiene la responsabilidad sobre la educación en términos generales y, en particular, cumplir un rol docente también en sus acciones. Por eso es importante examinar la situación desde un punto de vista pedagógico.
Lo que la docencia nos indica es que primero debemos conocer a nuestros estudiantes, reconocer y validar sus necesidades e inquietudes y, por medio de la legitimación del otro, buscar soluciones conjuntas a través de un diálogo honesto. Debemos tener una capacidad de escucha activa y paciente para poder crear un diagnóstico y a partir de ello, construir mecanismos de solución en conjunto, precisamente relevando el carácter dialógico. Si nuestros estudiantes son también personas, no debieran ser privados del derecho a ser escuchados y tomados en cuenta: no tienen por qué ser considerados sujetos de derecho restringido. Es un proceso largo, en el que debemos conocernos y construir confianzas desde el respeto y, por qué no, el afecto. Hay que mantener la violencia alejada de nuestros estudiantes que ya bien saben de violencia institucional, de género, intrafamiliar y un largo etcétera y así, por medio de un proceso docente que toma tiempo, lograremos que sus conductas no repliquen la violencia de sus contrapartes. Así afrontamos los conflictos y además los formamos en democracia y participación política efectiva. Quizás los alcaldes y ministros podrían optar por esta alternativa pedagógica y democrática si supieran también de educación, o bien, de democracia.