“¡Si me lo quitas, me muero; si me lo dejas, me mata!”. Aquel poema de Rubén Darío permite describir perfectamente la “política del sin sentido” que se ha consolidado en nuestro país después del aplastante triunfo del rechazo en el plebiscito de salida. Las celebraciones a pie de cueca, junto a declaraciones disparatadas -propias de la guerra fría- por parte de los adherentes del rechazo, sumado a las cuentas alegres de la clase política tradicional, no son más que un júbilo estéril. Los eslóganes entusiastas tales como “rechazo con esperanza” o “por una que nos una”, no tienen ningún correlato con la realidad concreta. Al momento en que se publica esta columna, no existe nueva constitución. Las demandas incoadas durante el estallido social no han sido acogidas. Las pensiones continúan siendo indignas y los presuntos “propietarios” de los fondos previsionales no pueden hacer retiro de los mismos. Los precios de los productos básicos aumentan en igual proporción que el malestar. La crisis migratoria continua y las recientes protestas estudiantiles avizoran que la paz prometida por el rechazo está muy lejos de ser alcanzada. Lo absurdo de esto, es que ciertos sectores votaron por la opción rechazo como una forma de expresar su malestar frente a este escenario. Otros rechazaron el proyecto constitucional sometidos a una comprensible expectativa de que la realidad que comenzó a develarse en octubre del 2019, pudiese ser finalmente subsanada por medio de una “buena constitución”. Un final semejante a lo acaecido en el “Padrino 3”, donde Michael Corleone logra su objetivo de limpiar la reputación de su familia y situar sus negocios desde dentro del marco de la legalidad. A pesar de que Michael logra todos sus objetivos, en la noche en que debuta su hijo como cantante de ópera en la ciudad de Palermo, Michael sufre un atentado donde su amada hija resulta fatalmente herida. Su éxito ya no tiene sentido. A pesar de estar en la cumbre, sus glorias son estériles. Michael Corleone vivirá hundido en la culpa y en la amarga certeza de que su éxito lo desprendió de su mayor tesoro. Lograr el objetivo no siempre se traduce en victoria.
No sitúo dentro de este escenario a la casta política tradicional, que sintió un alivio con el mantenimiento del estatus quo, sino que a los ciudadanos que -por diversos motivos- se sintieron inconformes con el texto. En el marco de este último contexto, no existen vencedores, sino únicamente vencidos. Nuestra democracia, nuevamente, no estuvo a la altura del problema. El intento por generar una salida institucional (y no militar) a una crisis política de pronóstico terminal, fracasó. A diferencia de una elección presidencial, donde los votantes escogen a un candidato en base a un programa político definido, la elección del rechazo no representa proyecto, sino un mero malestar que se reproduce a sí mismo. ¿Qué sentido tiene un triunfo con un 62% si esa victoria no se traduce en proyecto? El rechazo es, en los términos de Sartre, una pasión inútil.
Sin embargo, el apruebo no representó para la ciudadanía y, principalmente, para los sectores populares, un alivio al malestar fundante de la crisis, sino que una nueva reproducción de la misma. Claramente, este abismo nihilista no puede ser atribuible exclusivamente a las fake news. Aquello sería caer en la enfermedad filosófica descrita por Wittgenstein como “dieta unilateral”, en la cual “uno nutre su pensamiento sólo de un tipo de ejemplos”. Es pertinente una autocrítica.
Del “sin sentido de la política” transitamos a una “política del sin sentido”. El gobierno jugó todas sus cartas en el proceso constituyente. Debió incurrir en intervencionismo electoral a título de “campaña informativa” y suspender su proyecto político inmediato con el objeto de esperar que el triunfo del apruebo generara las condiciones para la transformación. Derrotado el apruebo, no hay proyecto. Victorioso el rechazo, tampoco hay proyecto. El gobierno solo administra la crisis y delega la facultad de sanear la misma a aquellos que se encargaron de gestarla y consolidarla: el senado y los partidos políticos (con un 10% y 4% de confianza según la última encuesta CEP). Al ser el rechazo una opción sin programa, solo podemos dilucidar que el país no estaba conforme con el proyecto constitucional, pero desconocemos cuáles son sus anhelos específicos. Se afirma que el electorado sentenció que “Chile quiere una nueva constitución, pero una buena constitución que nos una como país”. Pero, ¿qué es exactamente una buena constitución? ¿Cuál es el proyecto de país de esta “buena constitución”? ¿Quién estará a cargo de este nuevo devenir de paz y unión fraternal? La respuesta a estas interrogantes no puede ser más que meras especulaciones. Algunos hablan del triunfo ideológico de los 30 años. Otros afirman que se trata de un triunfo de quienes desean cambios, pero de forma moderada y respetando las tradiciones republicanas. Pero lo cierto, es que el rechazo no tiene identidad univoca. No es proyecto ni defensa de un modelo específico, sino mera negación. Nuestra política es absurda. Albert Camus entendía el absurdísimo como “aquella confrontación desesperada entre la interrogación humana y el silencio del mundo”. Ante un país preñado de incertidumbre, solo resuena el silencio. Nuevamente, no hay respuesta al malestar.
Mientras la derecha se enfrasca en su vendetta legislativa y el gobierno se hunde en la misma intrascendencia del otrora presidente Piñera, cediendo su programa y reprimiendo a los estudiantes, los desposeídos seguirán habitando en este abismo nihilista, donde los triunfos electorales solo representan -como decía Borges- un “simple abuso de estadística”. Jamás la frase “¿para qué votar si mañana me tengo que levantar a trabajar igual?” había sido más pertinente. Esta es la “política del sin sentido”, en que, si quitas un proyecto, se muere un país, pero si se lo dejas, lo matas.
Este escenario no puede sino hacernos recordar la frase del gran Antonio Gramsci “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro, surgen los monstruos”. Los monstruos aun no rugen, pero ya respiran.